En la Argentina de la conversación digital, donde más de 40 millones de usuarios pasan entre 4 y 6 horas por día en redes sociales, la agresividad se ha convertido en moneda corriente. Sin embargo, en ese mar de voces, un nombre se destaca con alarmante contundencia: el del presidente Javier Milei. Según datos del último informe de AdHocsobre el ecosistema digital argentino, Milei no solo lidera el ranking de provocadores políticos, sino que es —excluyendo a trolls anónimos— el principal emisor de insultos y agresiones en redes sociales de todo el país, con 1.589 menciones agresivas en los últimos 24 meses.
Este fenómeno no es casual ni aislado. Milei no solo participa del circuito de violencia simbólica en redes: lo lidera. Actúa como un provocador profesional que transforma su legitimidad como figura pública en combustible para una lógica de confrontación constante, que dinamita puentes y refuerza trincheras ideológicas. Esta estrategia responde a una lógica profundamente instrumental: en un mundo donde la atención es el bien más escaso y valioso, la provocación funciona como atajo para captar audiencia. Así, el debate de ideas se disuelve en el ruido de la descalificación.
Los números hablan por sí solos. En los últimos dos años y medio, el volumen de insultos en redes sociales argentinas se duplicó. En enero de 2023 se registraban 666.000 menciones agresivas mensuales; en marzo de 2025 ya eran más de 1.3 millones. Es decir, hoy se emiten más de 41.900 insultos por día, 1.747 por hora. En ese clima, la participación política se transforma en un campo de batalla emocional donde lo que vale no es la propuesta, sino la reacción.
Pero Milei no actúa solo. A su alrededor se organiza una arquitectura digital perfectamente orquestada que incluye trolls que inician las provocaciones, provocadores —como él mismo, Gordo Dan, Manuel Adorni o los ñoquis trolls del Estado — que las legitiman con su nombre real,o ficticio, y amplificadores —como medios de comunicación, influencers y periodistas— que viralizan los conflictos, muchas veces “sin querer queriendo”. Este ecosistema se refuerza mutuamente, transformando cada agresión en noticia y cada hostigamiento en agenda.
Uno de los aspectos más preocupantes de este esquema es la pérdida de criterios compartidos de verdad. En el altar del algoritmo, los hechos y los datos pierden valor frente a la reafirmación emocional del sesgo. En este escenario, no hay lugar para el diálogo ni el disenso constructivo, y la política queda reducida a un espectáculo de pulsiones. La viralidad pareciera reemplazar a la gobernabilidad.
El impacto de esta dinámica excede el terreno virtual. Periodistas de diversa ideología ccomo Julia Mengolini, Luis Novaresio y María O’Donnell fueron blanco de ataques sistemáticos desde cuentas oficiales y comunidades libertarias, lo que generó un pico exponencial de menciones en redes. El resultado: más visibilidad para el agresor, más presión sobre la víctima, y un refuerzo perverso de la lógica del escándalo como estrategia comunicacional. Se trata de una violencia simbólica con efectos reales, que deteriora la conversación pública, erosiona la confianza en los medios y desmoviliza la participación ciudadana.
El problema no es solo el volumen de los insultos, sino su sistematicidad desde las más altas esferas del poder. En cualquier democracia saludable, el presidente tiene un rol ordenador: su palabra orienta, convoca, construye. En la Argentina actual, ocurre lo contrario: desde la mismísima cúspide del poder se irradia una retórica de demolición.
Esto tiene consecuencias políticas profundas. En un país con una democracia frágil y desigual, donde la desafección es creciente y el escepticismo se profundiza, el fomento de la violencia verbal y el enfrentamiento permanente siembra un terreno fértil para la antipolítica, para el “sálvese quien pueda”. Y Milei, lejos de combatir esa deriva, la encarna y la potencia.
Frente a esta realidad, urge repensar la política digital. No desde la ingenuidad de un “buenismo” naíf, sino desde la necesidad concreta de volver a poner la palabra al servicio de la construcción. Debatir ideas, defender proyectos, disputar sentidos: sí. Pero hacerlo desde el respeto al otro, desde el reconocimiento de que sin consensos básicos no hay sociedad posible.
Porque cuando un presidente insulta más que cualquier otro actor político, cuando la provocación es el método y no la excepción, ya no estamos ante una estrategia de comunicación disruptiva. Estamos ante un síntoma de involución democrática.
La política no puede seguir jugando a ser trending topic. Parar la pelota, cuestionar esta lógica y promover otra forma de conversación pública no es solo una tarea ética: es una necesidad urgente para reconstruir la convivencia democrática. Si la violencia digital se volvió una herramienta de poder, el silencio no puede ser la respuesta.