El gobierno de Javier Milei ha dado un nuevo paso hacia la disolución del Estado tal como lo conocemos, al iniciar la privatización de Energía Argentina S.A. (ENARSA) y anunciar la venta de su participación en Citelec, empresa controlante de Transener, el corazón de la transmisión eléctrica nacional. Bajo un discurso libertario que equipara eficiencia con achicamiento estatal, se ejecuta una estrategia que, lejos de fortalecer a la Argentina, la reduce, la fragmenta y la entrega.
En vez de gobernar con precisión quirúrgica, Milei elige el camino del desguace. No hay diagnóstico ni proyecto de mejora: hay dinamita. Su motosierra no distingue entre lo ineficiente y lo estratégico. Todo lo que huela a Estado es, por definición ideológica, un estorbo que debe eliminarse. El resultado: áreas esenciales como la salud, la educación, la ciencia, la seguridad y ahora la energía, quedan al arbitrio del mercado. Pero el mercado no garantiza eficiencia, justicia social, ni equidad territorial, ni soberanía. El mercado garantiza rentabilidad, y solo eso, para muy pocos.
No existe en la historia un solo país que haya alcanzado el desarrollo con un Estado débil. La potencia de una nación se mide por su capacidad de planificar, sostener y garantizar derechos. Un claro ejemplo es ENARSA, creada en 2004, no solo representa infraestructura energética: encarna una visión estratégica de soberanía, de planificación federal y de inversión en obras que el sector privado jamás encararía si no son rentables. Transener transporta más del 85% de la electricidad del país. ¿Qué sentido tiene ceder su control, si no es para recaudar dólares desesperadamente y entregar el patrimonio a precio de liquidación?.
Milei sostiene que el Estado “debe salir del rol empresario”. Pero lo que vemos es un retiro del Estado de sus funciones más básicas, muchas de ellas indelegables: garantizar energía, agua, conectividad, transporte, y con ellas, condiciones mínimas para una vida digna. La privatización de ENARSA no es solo una medida económica, sino una decisión política de vaciamiento del Estado en favor de intereses privados, muchas veces internacionales, que no rendirán cuentas ante la ciudadanía.
Este modelo no es nuevo. La década de los noventa ya nos enseñó los efectos del vaciamiento estatal. Entonces también se privatizó sin control, sin transparencia, sin resultados. Las “joyas de la abuela” se vendieron a precio vil. Se prometió inversión, eficiencia, modernización. Se obtuvo corrupción, desinversión y precariedad. El modelo fracasó, y sin embargo vuelve, reciclado en nombre de una supuesta libertad que excluye a millones.
La gravedad de este proceso se potencia con la falta de profesionalismo y la improvisación de quienes lo llevan adelante. El gobierno de Milei ha sido desmentido por actores internacionales —como la empresa israelí Mekorot, que negó cualquier interés en adquirir AySA— y ha incurrido en anuncios sin sustento, sin licitaciones claras, sin compradores reales. Un modus operandi que convierte al país en una feria, y a la gestión pública en un show mediático sin rigor ni responsabilidad.
Las privatizaciones se anuncian como si fueran épicas salvadoras, pero lo que se esconde es la entrega de servicios esenciales al mejor postor, sin regulación firme ni garantías para los usuarios. La reforma del régimen de AySA, por ejemplo, habilita el corte de agua por falta de pago, en un país donde millones ya no llegan a fin de mes. Se eliminan derechos básicos mientras se profundiza la desigualdad.
Argentina no necesita menos Estado. Necesita un Estado mejor: más transparente, sin corrupción, más eficiente, más estratégico. Un Estado que regule, que planifique, que invierta, que iguale. Privatizar sin estrategia, sin control, sin ética y sin proyecto es abdicar del futuro.
Milei no propone una refundación: propone una demolición. Y en esa demolición no hay proyecto de país, ni potencia posible. Solo queda el remate. Y cuando se remata un país, los que siempre pierden son los mismos: los de abajo, los que no tienen otra defensa que un Estado presente.
La motosierra puede hacer ruido, pero no construye nada. Y un país no se levanta con cenizas.