Los tiempos que corren son una paradoja fascinante y, a la vez, bastante desoladora. La promesa de la hiperconexióndigital nos ha arrojado a un individualismo feroz, un ecosistema donde la identidad se ha licuado en la necesidad imperiosa de ser visto. Las redes sociales, ese escaparate infinito, han elevado el parecer por encima del ser, el tener sobre el pensar y, tristemente, el aparentar por encima del sentir. Vivimos bajo el imperio de la performance, donde la vida es un guion permanentemente editado y el like es la única moneda de validación.
Esta lógica de la simulación, donde la imagen cuidadosamente construida suplanta a la realidad incómoda, ha encontrado un eco poderoso en la arena política. Y es aquí donde la figura de los hermanos Milei se erige como un prisma, reflejando de forma casi perfecta la patología de nuestra era digital.
Observamos, en las huestes libertarias, con una frecuencia que ya no sorprende, sino más bien hastía, un despliegue de actos y escenas que buscan simular una cercanía con el pueblo que las políticas gubernamentales, por otro lado, desmienten día a día con rigor matemático. No es casualidad que cada aparición pública, desde las elecciones hasta jornadas como la de hoy, esté milimétricamente coreografiada. Detrás de la supuesta espontaneidad, se percibe una ingeniería de la puesta en escena.
La fuerte custodia policial, un vallado que protege más que resguarda, se convierte en el telón de fondo. La imagen del líder rodeado, más que por ciudadanos, por una “hinchada” organizada –con personas elegidas estratégicamente, a veces con niños en brazos, para lograr la toma justa– no es el producto de la casualidad, sino el resultado de un casting político. Se trata de generar la “foto”, el “reel” de veinte segundos, el material efímero que será subido a las redes para cimentar una narrativa: la del líder cercano, accesible y querido por su gente.
El contraste es brutal: mientras se monta un set de cercanía para el consumo virtual, las medidas de gobierno, que impactan directamente en el poder adquisitivo, la salud, la educación y la vida cotidiana de millones, generan una distancia real, palpable y dolorosa. Esta simulación de empatía, este esfuerzo por vender un afecto popular que no se corresponde con el sentir masivo –al menos según la evidencia de las consecuencias de sus decisiones–, es el epítome de la política de la posverdad y la imagen.
Los hermanos Milei, en este sentido, no hacen más que capitalizar y extremar la tendencia de la época. Comprendieron que, en la sociedad del espectáculo, el discurso y el hashtag tienen un peso específico que a veces supera el del boletín oficial. Han reemplazado el trabajo arduo de la construcción política real –la gestión, el diálogo, la negociación, la búsqueda de consensos– por la efectividad inmediata de un post.
Pero la verdad, como el sentir o el pensar, tiene una tozudez incorregible. Por más filtros, ediciones o likes que reciba un video, la calle tiene su propia métrica, y los bolsillos, sus propios balances. La imagen de un líder acorazado, necesitado de utilería humana para simular un vínculo, solo subraya la fragilidad de su base. El espejo de la pantalla nos devuelve una imagen distorsionada y perfecta, pero en algún momento, el pueblo, al igual que el individuo, debe decidir si seguirá consumiendo la performance o si exigirá un regreso urgente al ser, al sentir y, sobre todo, al pensar sobre lo que verdaderamente ocurre tras el brillo cegador de las cámaras.
La política no puede ser solo un show. Cuando el gobierno se vuelve una escenografía y la cercanía un acto simulado para las redes, el riesgo es que el pacto social se rompa, no ya por la acción de la “casta” que tanto critican, sino por una traición no menor: la de sustituir la realidad de la gobernanza por la ficción de una foto.
Esta deriva, en un país marcado por las reiteradas decepciones del pueblo para con sus dirigentes, erosiona la ya frágil confianza en las instituciones democráticas, dejando a la sociedad en un estado de desesperanza que dificulta cualquier construcción política seria. La democracia exige gestión, verdad y contacto, y cuando ambos son reemplazados por una puesta en escena digital, la brecha entre la dirigencia y los ciudadanos se convierte en un abismo peligroso.