En Gaza no hay ya metáforas. Sólo hambre, sangre, y cuerpos pequeños que se apagan antes de poder decir sus primeras palabras. En la Franja sitiada, donde la historia parece repetirse como un castigo perpetuo, la comunidad internacional ha vuelto a fallar: no por desconocimiento, sino por indiferencia. “Falta de compasión, falta de verdad, falta de humanidad”, advirtió el secretario general de la ONU, António Guterres. Y su frase no fue una advertencia, fue un grito desesperado en medio del silencio cómplice.
Desde octubre de 2023, más de 59.000 palestinos han sido asesinados por los ataques israelíes, según cifras de Hamas. Más de 140.000 están heridos, muchos de ellos sin acceso a atención médica por el colapso total del sistema de salud en Gaza. Se estima que alrededor del 70% de los fallecidos son mujeres, niños y niñas.
La situación sanitaria es catastrófica; más del 80% de los hospitales están fuera de servicio, ya sea por bombardeos o por falta de insumos y energía. En lo que va de julio, más de 5.000 niños fueron internados por desnutrición severa, según UNICEF. En palabras de su director regional, Edouard Beigbeder, “estas muertes son inadmisibles y podrían haberse evitado”. La organización alerta que el 80% de los más de 100 muertos por hambre son menores de edad.
Israel mantiene un bloqueo total sobre el ingreso de alimentos, medicinas, agua y combustible. Mientras miles de toneladas de ayuda humanitaria esperan retenidas en la frontera, cientos de miles de personas sobreviven comiendo hierbas, forraje para animales o pan hecho con harina mezclada con arena. El 100% de la población de Gaza enfrenta niveles de inseguridad alimentaria extremos, de acuerdo con la Red de Sistemas de Alerta Temprana contra la Hambruna (FEWS NET).
Más de 1 millón de personas —la mitad de la población— se encuentran en riesgo inmediato de inanición. Y sin embargo, los permisos para que la ayuda internacional entre siguen siendo bloqueados o restringidos por el gobierno de Benjamin Netanyahu.
111 organizaciones humanitarias internacionales, entre ellas Mercy Corps, Refugees International y el Consejo Noruego para los Refugiados, emitieron una declaración conjunta que no deja lugar a dudas: “El asedio israelí mata de hambre en Gaza”. Denuncian que el sistema de ayuda liderado por la ONU no ha fallado: “ha sido impedido de funcionar”. Y que los trabajadores humanitarios se ven obligados a hacer las mismas colas de comida que los civiles, arriesgando sus vidas bajo el fuego israelí.
Mientras esto ocurre, el ministro israelí de Patrimonio, Amihai Eliyahu, niega la hambruna y asegura: “Gaza será toda judía. Gracias a Dios, estamos erradicando ese mal”. La lógica del exterminio ya no es disimulada, es oficial, es programática, es pública.
La catástrofe humanitaria es también un colapso ético global. Gobiernos como el del Reino Unido, que califica la situación como “indescriptible e indefendible”, y el de Francia, que se ha comprometido a reconocer al Estado palestino, empiezan a romper el cerco diplomático. Pero los gestos simbólicos no alcanzan. Los niños no comen resoluciones. Los hospitales no funcionan con intenciones.
Es hora de actuar. Es hora de llamar a las cosas por su nombre. Lo que ocurre en Gaza es un crimen de lesa humanidad. Es una masacre planificada, sostenida por el control territorial, el chantaje humanitario y la impunidad militar de un Estado que se presenta como víctima mientras ejerce la política del hambre como arma de guerra.
La pregunta ya no es cuánto más se puede resistir. La verdadera pregunta es cuánto más se puede mirar hacia otro lado. Gaza no es una excepción trágica: es el espejo de una comunidad internacional anestesiada. Si el genocidio no nos conmueve, si la muerte por hambre de un niño no nos moviliza, ¿qué clase de mundo estamos sosteniendo?
La conciencia del mundo está en ruinas. Y entre esas ruinas, todavía hay voces que gritan por justicia. Escucharlas, es lo mínimo humano.