El video que se filtró esta semana —donde se ve al actual Ministro de Justicia, Mariano Cúneo Libarona, reunido con un supuesto ex agente de la CIA, en un contexto aún no aclarado— debería haber estallado como escándalo político e institucional. Pero no. La noticia apenas circuló en redes y medios independientes, mientras la prensa hegemónica eligió mirar para otro lado, en una muestra más del blindaje informativo que protege al gobierno de Javier Milei desde el inicio de su gestión.
Lejos de ser un tecnócrata accidental, Cúneo Libarona tiene una larga trayectoria como abogado penalista de personajes del poder económico y político. Defensor de empresarios acusados de corrupción, grupos mediáticos concentrados y figuras vinculadas al narcotráfico, su desembarco en la función pública fue un mensaje claro: en esta etapa, la justicia no será imparcial, sino funcional al poder real. El encuentro con un ex agente de inteligencia extranjero no hace más que reforzar ese perfil y despierta interrogantes profundos sobre el tipo de vínculos geopolíticos que se están tejiendo por fuera de los canales institucionales.
En una Argentina donde se recortan las políticas culturales, se desfinancia la educación pública y se acalla la protesta social con represión o censura simbólica, las élites parecen gozar de una impunidad blindada. La figura del ministro, en este caso, no escapa a esa lógica. Lo verdaderamente grave no es sólo el contenido del video, sino el silencio que lo rodea: ningún canal de televisión abierta lo replicó, ningún diario de tirada nacional lo puso en tapa. La “libertad de prensa” que tanto se invoca desde el oficialismo parece, en este caso, tener un precio y un límite.
Como sociedad, pareciéramos naturalizar que un ministro clave del gabinete mantenga contactos dudosos con agentes de inteligencia extranjeros sin dar explicaciones. La democracia no se fortalece escondiendo la basura bajo la alfombra, y mucho menos si quienes deberían controlarla son cómplices del silencio.
Mientras tanto, el gobierno sigue hablando de libertad, pero actúa con la discrecionalidad del poder absoluto. Y una parte del periodismo argentino, lamentablemente, se acomoda a ese guion, sin preguntas, sin memoria y, sobre todo, sin vergüenza.