El informe sobre la ejecución presupuestaria de los primeros nueve meses de 2025 expone, con crudeza, una de las paradojas más elocuentes del presente argentino: mientras se desfinancian las áreas que sostienen la vida, el conocimiento y la producción, los fondos reservados para inteligencia —esos que nadie controla ni rinde cuentas— crecen sin explicación pública.
La caída real del gasto total de la Administración Pública Nacional, del orden del 31% interanual respecto a 2023, no es un simple número: es la radiografía de un Estado que se repliega sobre sí mismo, que abandona su rol de promotor del desarrollo y garante de derechos. Lo que se presenta como “austeridad” se traduce, en los hechos, en un retroceso estructural que afecta los pilares sobre los que se edifica cualquier proyecto de país.
En nombre del equilibrio fiscal se asfixia la salud pública, con recortes del 70% en la Superintendencia de Servicios de Salud, 30 a 38% en hospitales nacionales, y programas de prevención prácticamente paralizados. Se achican los presupuestos del Instituto Malbrán y la ANMAT, en un contexto donde las políticas sanitarias deberían ser una prioridad estratégica. La reducción del 37% en el Hospital Laura Bonaparte revela, además, una desatención alarmante hacia la salud mental, mientras que la excepción del INCUCAI, con un aumento del 42%, aparece como un caso aislado en un mapa de retrocesos.
En el campo de la ciencia y la tecnología, los números son aún más contundentes: el Programa de Promoción de la Investigación e Innovación cae un 83%, el CONICET un 30%, la CONAE un 19% y el Servicio Meteorológico Nacional un 35%. No es sólo una poda presupuestaria: es la señal de un país que renuncia a pensar su futuro. Sin ciencia no hay soberanía tecnológica, ni desarrollo sustentable, ni capacidad de anticipar los desafíos del siglo.
Las áreas sociales, motor de la equidad y la cohesión, sufren un vaciamiento casi total. La Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia cae un 72%, el INAES un 74%, y los programas de Economía Social, Primera Infancia y Comedores Comunitarios muestran reducciones que van del 63% al 100%. El Estado se retira de los márgenes, dejando a las redes comunitarias —esas que el ajuste no ve, pero que sostienen la vida cotidiana— a la intemperie.
Tampoco el desarrollo productivo ni la infraestructura escapan al ajuste. La Secretaría de Industria y Desarrollo Productivo retrocede un 78%, el INTA un 38%, y el INTI un 45%. La obra pública, columna vertebral de la actividad económica, se encuentra prácticamente paralizada, con caídas del 89% al 100% en rutas, túneles, pavimentaciones y programas urbanos. La inversión estatal, motor histórico del empleo, cede su lugar a la especulación financiera y al pago de deuda, que hoy representa el 9% del gasto total.
En educación, los recortes son devastadores: Conectar Igualdad y el Fondo Nacional de Incentivo Docente tienen ejecución nula; los programas de formación docente, becas estudiantiles e infraestructura escolar se reducen entre un 46% y un 89%. No se trata sólo de un ajuste económico: es un empobrecimiento cultural y generacional. Un país que deja de invertir en educación y ciencia no está ahorrando, está hipotecando su futuro.
Frente a este panorama, sobresale una excepción: el incremento del 35% en los fondos destinados a la Secretaría de Inteligencia del Estado, bajo jurisdicción directa de Presidencia. En medio de un ajuste feroz sobre lo público, el aumento de los “gastos reservados” —esos recursos opacos, sin control ciudadano ni auditoría efectiva— resulta tan simbólico como preocupante. Mientras se apagan las luces de los laboratorios, las aulas y los hospitales, la inteligencia estatal se fortalece en la sombra.
El resultado es un Estado más chico, pero no más eficiente; más débil en sus capacidades sociales, pero más fuerte en sus mecanismos de vigilancia. Se reduce el presupuesto del conocimiento, pero se amplía el de la información secreta. Se recortan los medios para cuidar la vida, pero se incrementan los que administran el miedo.
En nombre del ajuste, se está vaciando la idea misma de Nación como proyecto común. Y detrás de cada porcentaje, hay una escuela que no reabre, un laboratorio que se apaga, un comedor que cierra, un futuro que se posterga.
El desafío, entonces, no es sólo denunciar los números, sino disputar el sentido: recordar que el presupuesto no es un Excel, sino la expresión más concreta de qué vidas valen y cuáles se dejan caer. Que es una burda mentira que viviremos en libertad, sin trabajo, sin salud, sin cienc ia y tecnología, y cada vez más reprimidos o espiados.