Si la política de nuestros días se define por la tiranía del performance, por el imperativo de la imagen cuidadosamente fabricada que discutíamos en nuestra editorial paralela, entonces la postal que nos regala el Gobernador Axel Kicillof es, por contraste, un ejercicio de rebeldía.
Mientras que en el escenario nacional se monta un costoso set de cercanía –con custodios blindados, ciudadanos seleccionados como utilería y la obsesión por el reel que simule un afecto popular–, en las calles de La Plata, el Gobernador opta por una puesta en escena de la antiescena.
La imagen que se viraliza no es la de un líder acorazado por efectivos ni la de un ídolo rodeado de una “hinchada” militante; es la de un ciudadano que camina. Mate en mano, sin un vallado que lo separe, conversando con vecinos, a menudo junto a su esposa. Es una figura despojada, familiar, que rehúye la parafernalia del poder en un esfuerzo deliberado por encarnar la sinceridad y la naturalidad.
En la era del marketing político, esta decisión no es ingenua, pero sí profundamente estratégica. Si los hermanos Milei han abrazado la lógica del shock y la simulación hiperrealista para validar una gestión de fuerte ajuste y dolor social, Kicillof apela a la fuerza de la tradición popular y la cotidianidad. El mate, ese objeto tan argentino, se convierte en un poderoso símbolo de horizontalidad y charla desprevenida. La mano que saluda o que sostiene el termo es la antítesis de la mano que levanta la motosierra.
El contraste con la política nacional es, por sutil que parezca, elocuente. Cuando la Casa Rosada exige una puesta en escena de la cercanía –un simulacro que, al exigir fuerte custodia, solo subraya la distancia y la desconfianza real–, la provincia responde con una demostración de proximidad. Es un duelo de relatos: la política del like, que prima el impacto visual efímero, frente a la política del encuentro, que busca anclarse en la textura de lo real.
No se trata de caer en la ingenuidad de que toda imagen política es completamente espontánea; hasta la naturalidad, en política, es una elección. Sin embargo, hay una diferencia abismal entre utilizar a las personas como extras para una foto de campaña y mezclarse con ellas, asumiendo el riesgo (y la necesidad) del contacto físico directo. Una estrategia vende una ficción, la otra, intenta construir un puente de credibilidad.
En un momento donde, como indicamos previamente, la sociedad digital ha priorizado el parecer sobre el ser, Kicillof parece buscar refugio en un concepto de liderazgo más antiguo: aquel donde la autoridad no reside en la distancia protegida o en el grito rabioso del showman, sino en la capacidad de sentarse en una rambla, mate de por medio, para escuchar lo que la gente tiene para decir.
Este contrapunto del mate frente al megáfono blindado nos invita a una reflexión fundamental sobre la salud de nuestra democracia. La ciudadanía, golpeada por medidas económicas y saturada por la artificiosidad de las redes, deberá discernir qué relato quiere comprar: el de la performance mesiánica que exige aplausos y acólitos, o el de la gestión terrenal que se expone, mate en mano, a la crítica y el saludo sin filtros.
La política no es solo imagen; también es sustancia. Pero cuando la imagen se convierte en la herramienta principal, la autenticidad, aunque sea estratégicamente dosificada, se transforma en un activo de incalculable valor. Kicillof parece haber entendido que, para contrarrestar la hiperrealidad virtual, la mejor respuesta es un retorno, humilde y simbólico, a lo real, al encuentro cara a cara. Es un llamado a recuperar el ser en la política, una invitación a apagar la cámara y compartir el mate. Y, en estos tiempos líquidos, esa invitación resuena con una inusual e inicial fuerza esperanzadora.