-Por Natalia Dalessandro-
Hace años que el nivel de confianza en la justicia se mantiene por debajo del 50%. La mitad de los argentinos y argentinas no cree(mos) en el poder judicial como una instancia de reparación de daños, y mucho menos como un poder al que recurrir para que resuelva los conflictos que los (nos) afectan. Así lo indica el Índice de confianza en la justicia (ICJ) elaborado por el Foro de Estudios sobre la Administración de Justicia (FORES) y la Universidad Torcuato Di Tella.
A su vez, también desde hace años, los espacios políticos que conforman el bloque nacional, caracterizan – correctamente – a la corporación judicial como el poder desde donde se monta el andamiaje que garantiza tanto la proscripción política de los líderes populares, como la implementación de las políticas que permiten llevar adelante el modelo de miseria y empobrecimiento de nuestro pueblo.
Este andamiaje se puso en marcha en toda Latinoamérica. Pasó con Rafael Correa en Ecuador, con Lula en Brasil, con Cristina en nuestro país. Hubo un intento de avanzar contra Evo Morales. No todos los casos tuvieron el mismo resultado, pero tuvieron el mismo mecanismo.
Para entender el alcance de la participación de nuestro poder judicial en este mecanismode proscripción y de garantía de impunidad para el poder económico basta analizar las múltiples decisiones que tomó la Corte Suprema de Justicia a las 24 horas de conocerse el resultado de las elecciones de medio término.
En un mismo día la Corte sobreseyó a Mauricio Macri, en la causa por el espionaje ilegal a los familiares de las víctimas del ARA San Juan; a Caputo en una causa penal; a Sturzenegger en una causa por abuso de autoridad y a Javier Milei en otra causa penal. Inmediatamente después, rechazó todos los recursos presentados por la defensa de Cristina Kirchner; confirmó dos escandalosas condenas contra Guillermo Moreno inhabilitándolo de por vida para ejercer cargos públicos por una causa sostenida solo por la querella del grupo Clarín por el uso de cotillón con la inscripción de “Clarín Miente” y confirmó la condena contra Martín Sabbatella por la aplicación de la Ley de Medios.
La Casta Judicial:
Estos dos datos – la desconfianza en la justicia y el rol que cumplen la Corte Suprema, las Cámaras y los/as jueces/zas federales como actores estratégicos del poder real – deben analizarse en conjunto con otros factores que permitieron que lleguemos a este estado de situación.
Uno de ellos es la gran “familia judicial”. Según un informe elaborado por “Chequeado”, el 40% de los jueces federales tienen familiares trabajando en sus juzgados o en otras dependencias. La Ley de Ingreso democrático, vigente desde 2013 nunca fue implementada por la Corte Suprema y no se cumple: no hay impedimento alguno para la contratación directa, sin concursos y con acomodos.
Esta familiaridad entre los integrantes del poder judicial, configura un entramado de intereses, favores y beneficios que condicionan de manera contundente la correcta administración de justicia. A ello se suma que gran parte de la “familia judicial”, gracias a los abultados sueldos que perciben y, en algunos casos, gracias también al entramado de prebendas, dádivas, etc., pertenecen a un sector de alto/altísimo nivel social, razón que incrementa el interés de los allegados de jueces y secretarios por formar parte del sistema y que aleja a los funcionarios judiciales de la realidad material que atravesamos las mayorías populares. Se conforma así una verdadera casta: la casta judicial.
Estos beneficios se suman al carácter vitalicio de sus designaciones. Saben que tienen estabilidad laboral garantizada. En parte por la estabilidad de sus cargos y en parte porque el procedimiento para removerlos, ante por ejemplo una eventual denuncia, es engorroso, lento, selectivo y depende del Consejo de la Magistratura o, depende el caso, de un juicio político. Ambos mecanismos son ineficientes para controlar y sancionar las irregularidades que se comenten en el desempeño de la función judicial.
Justicia lenta no es justicia:
La desconfianza en la justicia se refuerza por el tiempo que demora el poder judicial en actuar. Los conflictos no se resuelven, se diluyen. Años y años esperando una resolución que ponga fin un problema, que sancione a los culpables de un delito, que trate e investigue los casos en los que están involucrados miembros del poder real o del poder político de turno.
Esos factores se suman a la velocidad que se les imprime a ciertos casos, como los que vimos últimamente, en que la instancia superior judicial – la Corte Suprema de Justicia de la Nación -confirmó la condena de CFK, o en la sesión maratónica del martes pasado relatada al comienzo de esta nota. Y la dilación que ocurre en tantos otros casos, como por ejemplo todos los que involucran a Macri y su familia, como la causa por la quiebra fraudulenta de Correo Argentino que el próximo año cumple 25 años dando vueltas por el poder judicial.
Esa distinta vara, esa diferencia, deja en evidencia las dos caras de una misma moneda: la selectividad del sistema (no resolvieron la validez del Decreto 70/2023 que permitió la destrucción del Estado, sobre la que deben expedirse hace más de dos años, pero confirmaron rápidamente la condena a Cristina) y que esa selectividad es la expresión directa de la dimensión política de la CSJN, pero también del resto de los actores que intervienen en el engranaje judicial, como las Cámaras de Apelaciones, los Tribunales Orales y los Juzgados de 1eras instancias, que actúan con la misma selectividad, y motivados por los mismos intereses políticos.
La falsa objetividad judicial:
Nuestro sistema democrático se basa, entre otros principios, en la división e independencia de poderes. Sobre este elemento se construyó una de las falacias más importantes de los últimos tiempos: que el poder judicial es siempre objetivo y que no tiene otro interés que la aplicación de la ley, la búsqueda de la justicia y la determinación de cómo sucedieron los hechos en caso de una disputa. Se construyó la falsa idea que el poder judicial no puede tener, ni tiene, motivaciones e intereses políticos. La falsa creencia de que la justicia es “objetiva”.
Si bien este argumento tiene, a la luz de las decisiones judiciales, cada vez menos peso, no deja de ser el escudo en el que se ampara la corporación judicial para responder a las objeciones que se realizan sobre el desempeño y sobre las decisiones que dejan fuera de juego a los referentes o actores que intentan, siquiera, oponerse al poder real.
Detrás de esa falsa objetividad se intentan esconder los verdaderos intereses que se representan, de los cuales la casta judicial forma parte, y que pueden resumirse en garantizar que los poderes reales, sean estos nacionales o trasnacionales, puedan llevar adelante su plan económico de saqueo y hambre, atacando cualquier política que busque limitar sus ganancias o, en el mejor de los casos, defender la soberanía, los recursos y bienes naturales y los intereses de la nuestra Nación.
Se conforma así un sistema judicial cuyo único objetivo, calibrando los tiempos políticos en que actúa, es garantizar que el modelo de dependencia, empobrecimiento y saqueo pueda ser llevado adelante de manera rápida, eficaz e impune.
Otros problemas:
Nada de lo dicho hasta aquí es desconocido para quienes nos movemos en ámbitos políticos y militantes, ni tampoco para la gran mayoría de las y los habitantes de nuestra Patria. Sin embargo, las veces que desde los gobiernos populares se caracterizó correctamente a “la justicia”, considerando cada uno de estos elementos, no se avanzó en las reformas políticas necesarias para revertir esta situación.
Si bien durante mucho tiempo se habló de la democratización de la justicia, solo se logró sancionar la ley de ingreso democrático, altamente resistida por la justicia federal y que no se cumple en ese fuero ni en ningún otro.
Por otro lado, la demora en la designación de jueces federales que cubran las vacantes que hay a lo largo y a lo ancho del país es un problema que vienen arrastrando varios gobiernos y que da lugar al circuito de subrogancias que le permite a los jueces ya designados hacerse cargo de más de un juzgado y cobrar un plus salarial que incrementa sus ya abultados haberes.
A ello se suma la incapacidad —compartida por toda la clase política— de alcanzar consensos para designar jueces en la Corte Suprema de Justicia de la Nación, hoy integrada solo por tres miembros, con dos vacantes aún sin cubrir.
El otro problema es el actual Consejo de la Magistratura, órgano encargado de la selección de jueces; de la administración de los recursos presupuestarios; del ejercicio del poder disciplinario sobre los jueces y de decidir la apertura del procedimiento de remoción de los mismos. Este órgano, parte fundamental para el correcto funcionamiento de la actuación judicial, se encuentra prácticamente paralizado y desde hace años que no cumple sus objetivos, dificultando de manera contundente el correcto funcionamiento de la justicia.
¿Qué hacer?:
Como podemos ver, los problemas que afectan al funcionamiento del poder judicial son numerosos. Pero ojo, esto más que desalentarnos debe generarnos el impulso de debatir posibles, y necesarias, soluciones.
Debemos mirar nuestro continente y pensar en alternativas que propongan reformas revolucionarias que estén a la altura del diagnóstico que intentamos brevemente esbozaren estos párrafos. Y ahí, en el horizonte, aparece la reciente reforma realizada en México a medidos de este año. La propuesta, impulsada por López Obrador y ejecutada por la presidenta Claudia Sheinbaum, es una respuesta posible para los inconvenientes de nuestra administración de justicia. La verdadera democratización del poder judicial.
La reforma se centró, principalmente, en los siguientes puntos:
1. La posibilidad de elegir mediante el voto directo de la ciudadanía los cargos de ministros de la Suprema Corte de Justicia, consejeros del Consejo de la Judicatura Federal (CJF), magistrados del Tribunal Electoral Federal, magistrados de circuito y jueces de distrito.
2. Reducción de ministros de la Suprema Corte de Justicia y la reducción de cargo de ministro de la SCJN de 15 a 12 años;
3. Eliminación de pensión vitalicia;
Sin lugar a dudas, el punto central de esta reforma es la elección popular de jueces, democratizando de manera directa el único poder que conforma el sistema de organización política de México, y también de nuestro país, cuyos miembros son puestos a dedo y pasan a ejercer sus funciones de manera vitalicia. Un claro rasgo antipopular que solo aumenta el circuito de concentración de poder y que garantiza, también, la conformación de la mencionada “familia judicial”.
Debemos animarnos a llevar estos debates adelante. Tenemos que proponer dar vuelta el sistema judicial para romper con uno de los factores que garantizan la expansión de los modelos de dependencia económica y política, y que atenta contra el desarrollo de proyectos políticos que cuestionan a los factores de poder.
No podemos desconocer el rol que tuvo la corporación judicial en los llamados “golpes blandos” que sucedieron en el último tiempo en nuestra América. El poder judicial fue el elemento central de desestabilización, persecución y proscripción de las y los referentes populares que se animaron a señalar a los poderosos y que intentaron llevar adelante modelos más en sintonía con las demandas de las grandes mayorías. Esto es lo que hay que desarmar.
Hay que terminar con el andamiaje jurídico liberal que, basado en la ficción de la “objetividad” y de la ausencia de interés político, juega en el mismo equipo que los actores de poder, contra el pueblo. Solo así podremos comenzar a delinear un proyecto político de liberación, que ponga en el centro la producción, el trabajo y la soberanía, como bases materiales de una justicia verdaderamente popular.


Abogada, Ex – Directora de Control y Prevención de la violencia institucional del Ministerio de Seguridad (2019-2021)