Mientras el Gobierno celebra una inflación “controlada”, las verduras y frutas se disparan y ponen en evidencia la distancia entre los números y la mesa de los argentinos.
Los números pueden decir una cosa, pero la verdulería del barrio dice otra. En septiembre, mientras el INDEC proyecta una desaceleración en el índice de inflación, los precios reales de las verduras y frutas —esos productos básicos que marcan el pulso de la cocina popular— volvieron a subir con fuerza.
Según datos del Mercado Central de Buenos Aires, las seis hortalizas más vendidas —papa, tomate, zapallo, cebolla, lechuga y batata— tuvieron un aumento promedio del 26% respecto de agosto. Si se proyectara esa suba al Índice de Precios al Consumidor (IPC), implicaría un incremento del 25,8% solo en el segmento de Verduras, Tubérculos y Legumbres, con un impacto directo en el bolsillo de quienes ya ajustaron hasta el límite sus gastos en alimentos.
El caso del tomate es paradigmático: su precio saltó 57,5% en un solo mes. Los productores hablan de una “crisis estructural” que va desde la falta de planificación y el abandono estatal hasta la destrucción de la cadena de valor. La paradoja es brutal: se pasó de la importación por desabastecimiento a la sobreoferta y el descarte de cosechas por falta de consumo. En otras palabras, el hambre convive con el desperdicio.
Las frutas siguieron la misma lógica: el segmento mostró un alza promedio del 4,8%, con picos del 34,4% en el limón y 5,9% en la banana, mientras la manzana fue la única en caer levemente (-1,7%). En términos interanuales, el limón acumula una suba del 85,3%, un síntoma más de la volatilidad y la desigualdad del modelo.
La distancia entre el relato y la realidad cotidiana se vuelve evidente en cualquier feria o supermercado. Mientras el Gobierno sostiene que la inflación “empieza a estar bajo control”, el relevamiento del Mercado Central muestra otra historia: la de precios que corren sin freno en los productos más esenciales, y la de un consumo que se desploma porque los salarios no acompañan ni de cerca la suba del changuito.
Incluso los supermercados, donde los precios promedio de hortalizas bajaron 11,5%, muestran un escenario engañoso: la brecha con los valores mayoristas sigue en 91,8%, lo que significa que entre el productor y la góndola se pierde casi el doble del valor, en una cadena donde los que más trabajan son los que menos ganan.
En los barrios, la supuesta “estabilidad” que proclaman los funcionarios no se siente. Las familias estiran el presupuesto, recortan las compras y cambian la ensalada por fideos. Los números del INDEC pueden bajar, pero la inflación de la vida real sigue subiendo: la que se mide en porciones más chicas, en changuitos vacíos y en el cansancio de tener que explicar cada mes por qué el sueldo no alcanza.